Poemas de Lydia Helander (Vivió en El Calafate y Gob. Gregores, Santa Cruz y en Casilda, Santa Fe. Actualmente reside en Florencio Varela, Buenos Aires).
Dibujos y acuarela de Perla León (S. C. de Bariloche, Río Negro).
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Nº182 Lydia Helander – Perla León
“Lydia Helander nació en 1942 en Buenos Aires pero, desde sus primeros meses de vida, vivió en El Calafate y en Cañadón León, hoy Gobernador Gregores, provincia de Santa Cruz.
A sus diez años su familia se radicó en Casilda, provincia de Santa Fe, donde cursó sus estudios de Magisterio. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Se desempeñó como docente primaria, secundaria y terciaria en establecimientos de Calafate, Rosario, Capital Federal y Zona Sur del conourbano. Actualmente reside en Florencio Varela”.
Texto de la solapa del libro “Viajes y naufragios”.
Publicó los libros de Poesía:
«Viajes y Naufragios», Libro y Libre Editorial, 2014
«Digo Sur», Ediciones del Dock, 2017
«Camino a casa», Ediciones del Dock, 2019
«Walichu», Editorial La Gran Nilson, 2021
Algunos textos:
Autobiografía
Nací caballo y en el trópico de cáncer
un seis de julio de los años cuarenta
en plena guerra y con judíos masacrados
en Auschwitz.
De niña viví en la meseta patagónica
y descubrí fantasmas tehuelches
bajando de la montaña.
Encontré flechitas y piedras antiguas
en un manantial
y vi a mi padre desfilar como reservista
de la segunda guerra.
Dije poemas en una plaza y olvidé la mitad
para horror de algunos y alegría de otros.
Me disfrazaron de ángel a los siete años
porque era gorda y rubia
y escribí mi primera carta de amor
para la misma época.
Aprendí a leer con una tía
ya que en la escuela, mi maestra
sólo pensaba en Dios
y otra vez, porque era gorda y rubia
me llevó como escolta
al velorio de un angelito
provocando mis primeros miedos.
Después como en un tango
me olvidé del después.
Vino la diáspora
y en un barco de los Menéndez Behety
padre, madre y hermana
viajamos hacia el norte
a Santa Fe.
En el trayecto
el vaivén de las olas
inundó el camarote y mojó mi litera,
pero a pesar de los contratiempos
jugué a las escondidas entre las máquinas
y los marineros.
Por las tardes,
una nena lloraba
que no era yo, sino la niñera
de los hijos de un militar
azotada por el cinturón
de ese hombre
mientras yo leía Tartarín
y Alicia en el país de los espejos.
Delfines y gaviotas nadaban tras nosotros
en busca del almuerzo cotidiano.
Y no existía más que el mar
y aquella nave que se me antojaba
de Cristóbal Colón.
Cada noche se presentaba
una pareja
en el salón del comedor.
Ella, vistiendo blue jeans,
con cola de caballo
y un chalcito verde.
Él, flaco y de bigotes.
Según mi madre,
transitaban por su luna de miel
lo que era para mí un interrogante.
¿Por qué la luna y no el sol?
¿Por qué la miel y no la mermelada?
No se hacían preguntas, sólo se obedecía.
Las preguntas se guardaban
para los libros.
No sé cuántos días duró
aquella travesía,
llegamos al puerto de Buenos Aires
no a Santa Fe,
una mañana lluviosa de verano.
El cielo gris, el río marrón
y con un olor nauseabundo.
Tampoco sé lo que sentí.
Tal vez curiosidad
porque a mi compañera de juegos,
Judith
la vistieron de fiesta.
Por una escalerilla descendimos
sin estridencias
a nuestra nueva vida.
*
Telegrama
¡Oh! telegrama de la vida
¡Oh! azul
¡Oh! rojo
¡Oh! amarillo
déjame que te mire
por la ladera del tiempo
que es nacer
*
Miedo
¡Ay! si no hubo ya palabras
sólo adoquines y miedo
sólo la nada
o alguna mezquindad de oro
que tampoco,
en el traspaso de sueño de las edades.
¡Cómo volver atrás entonces!
los días, las pirámides,
la esfinge tangencial de pura arena,
cómo volver atrás…
si allí la telaraña,
la voraz,
la que nunca descansa…
*
a Diana Bellessi”
Es primavera y florecen los ceibos.
Viajo en combi desde Varela
hasta Constitución,
voy a casa de Diana…
Hace un montón de años,
era yo quien la veía viajar
sobre un vagón de tren
de Zavalla a Rosario,
con sus ojos azules, el cabello
en desorden y una boinita roja.
Entonces sabía que hilvanaba versos,
pero no que alguna vez
daría su luz a mis palabras…
En plaza Constitución tomo el subte,
luego desciendo bajo el puente pacifico,
donde varias familias duermen en la vereda
al abrigo del viento.
Camino cuatro cuadras, el tramo es corto,
llego a Fritz Roy y me detengo
frente al supermercado
para leer la placa medio sucia
que colocaron vecinos de Palermo.
Escribieron allí: “Mirta y Oscar”,
los apellidos no se distinguen bien,
“vivieron en esta casa”.
También agrega la inscripción:
“desaparecieron en el setenta y seis”.
Vuelvo a fijar mi vista en los nombres
borroneados
debajo de esos árboles intensamente verdes,
que forman arcos y danzan entre los edificios.
Es extraño, pero a pocas cuadras
y en la misma época,
quedaba mi propia casa.
Siento un escalofrío entre el recuerdo
de aquella ciudad llena de duelos invisibles
y de ese barrio
en que nacieron mis hijos.
Aquí estuve por última vez
junto a los compañeros más queridos.
No hubo después para ellos,
ni tampoco una placa.
Barquito de papel, que alguien tira al agua,
debí escapar del horror hacia otros puertos
aferrada a mis niños como una brújula
en el mar.
Hoy son ellos quienes rescatan la memoria
de los cumpas
y salvan su nombre del olvido.
L.H.