Tríptico N° 179 – David Aracena / Blanca Negri

Dos cuentos de David Aracena (San Luis, 1914 – Comodoro Rivadavia, 1987, radicado en Chubut desde sus 5 años) y dibujos de Blanca Negri (Viedma, Río Negro).

 

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Nº179 David Aracena – Blanca Negri

 

La idea de hacer esta plaqueta surge durante este verano cuando pasé por la ciudad de Viedma. Me encontré con Blanca Negri. La casa llena de libros, papeles, y en las paredes dibujos y pinturas, propias y de amigos. Y entre charla y charla, de esas que parecen vueltas al mundo y con un humor ocurrente, comentamos algunas lecturas. Le hablé entonces de la última novela de Diego Angelino, escritor que reside en El Bolsón. Claro que lo conozco, me dice, de cuando vivíamos en Comodoro; todos esos libros de Emecé que andan por ahí se los compré a él. Le cuento que esa novela me atrapó, que no pude dejarla hasta que la terminé. Le conté de la familiaridad que encontré con lugares, situaciones y personajes; como nombrar y describir a David Aracena y a su esposa Anita (Ana Pescha)… Y ahí me interrumpe y me cuenta que eran vecinos en ese barrio alejado de Comodoro, a 27 kilómetros, Diadema; que eran amigos, que compartían reuniones por las noches, y que el teatro, proyectos y que esto y lo otro. Y sale corriendo y vuelve con el libro “Papá botas altas” (1986), libro con cuentos de Aracena.  Ahí nomás decidimos que teníamos que hacer una plaqueta, compartir algunos de sus cuentos y recordarlo. Tengo entendido que este fue el único libro que publicó en vida. Posteriormente se publicó otro, una antología de su columna “Las palabras y los días”, que llevó diariamente adelante por los años ’80, por alrededor de 20 años, en el diario El Patagónico. El libro lleva el mismo nombre: “Las palabras y los días”, Espacio Hudson, 2009. La selección estuvo a cargo del periodista y poeta Andrés Cursaro, que también escribió el prólogo del volumen.

David Aracena, luego de desempeñarse en una multitud de oficios y actividades, una vez en Comodoro Rivadavia estuvo vinculado al periodismo y a las artes. Fue un tremendo lector y una persona muy bien informada. Difundió a una multitud de escritores y artistas. Y a la vez apoyó y estimuló a jóvenes creadores. Pero vamos a lo que nos cuenta Diego Angelino en su novela:

“Ya en casa de los Aracena comenzaron a golpearla las sorpresas. Lo primero que la impresionó fue la cantidad de libros que había por la casa. Lo de ‘por’ viene a cuento porque no estaban precisamente sobre los anaqueles, sino desparramados de cualquier forma por cualquier parte. Alguno incluso, colocado bajo la pata de un sillón, para nivelarlo.

No se preocupe ―dijo Aracena ante la mirada sorprendida de la visita.

―Es un mal poeta. Está ahí porque lo merece.

Antes de continuar con el desconcierto de la mujer, hay que informar algunas cosas sobre la pareja de David y Anita Aracena. Porque los dos eran poetas, y estas son cosas demasiado fuertes o inusuales para decirlas, así como así, habida cuenta de que lo que normalmente conocemos por un comisario es un coimero, a un corrupto, un torturador, pero nunca a un poeta. Es como propinarle a ese policía un insulto agraviante y desmedido. Como si tratáramos de señor a alguien que no lo es ni lo parece ni lo merece.

Lo que tampoco sabía la viuda de Venter era que David Aracena había ingresado a la policía como por arte de birlibirloque una vez que la Gobernación Militar de Comodoro Rivadavia pasó a ser la provincia de Chubut. Los escribientes más destacados con que contaba la gobernación, pasaron a ocupar, sin solución de continuidad los puestos más destacados en la provincia. A Aracena le tocó la policía, aun cuando las únicas armas que había conocido fueron las de latón allá en la infancia.

Pero bueno, Aracena era sobradamente inteligente. Era uno de los mejores tableros de Chubut. Había llegado a ganarle al doctor Kiernan, y habían hecho tablas con el mismísimo Ardiles. Con los jóvenes jugaba a ciegas, divirtiéndose como si jugara a las escondidas. Anita Pescha, su mujer, más que ser poeta ―aun cuando también escribiera poesía―, ejercía de poeta, sin siquiera proponérselo. Cuando su marido estaba a cargo de la comisaría de El Hoyo, o de Las Plumas, o de Puerto Pirámides, cocinaba para los presos y los sentaba a la mesa. Lo que sobraba se lo daba a los pájaros, que comían de su mano. Y si éstos no acudían lo reservaba para las lauchas. Puede que todo suene disparatado y hasta inverosímil, pero es rigurosamente histórico. Probablemente, sí, sólo pudo haber sucedido en ese marco de irrealidad en el que transcurren muchas vidas de la Patagonia.

La visita no se sintió cómoda para decirlo de una vez.

En cuanto a Aracena, había dejado de escucharlo: hablaba una y otra vez de la jitanjáfora, que de acuerdo a lo que ella entendió era algo así como la sacralización del disparate”.

 

­Transcrito de la novela: “El bumerang vuelve al cazador”, Diego Angelino, Espacio Hudson, 2017.