Tríptico N° 183 – Aquilino Elpidio Isla / Cuentos

Elpidio Isla (1948-2015) residió durante décadas en la ciudad de Caleta Olivia, provincia de Santa Cruz.

 

 

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Nº183 Aquilino Elpidio Isla – Cuentos

 

Más cuentos:

 

Un mar de penas

Manuel Toledo sabía que, desde la puerta de su casa podría caminar trescientos kilómetros, hacia el oeste, sin encontrar a nadie. Por eso cuando la abrió se sobresaltó. Había un hombre: a sus espaldas vio la calle y la esquina con una enorme laguna en el medio.

―Hoy maté a un hombre ―dijo el tipo. Y se quedó tratando de ver más allá de los hombros de Toledo, que le cerraban la puerta. Atrás pudo ver un espacio silencioso y las transparencias oscuras de esa hora de la mañana, que parecían prolongarse, más allá de las habitaciones del fondo.

Manuel se afirmó en el marco de la puerta ―No se mata un tipo todos los días ―dijo.

―Así es ―Contestó el asesino.

―¿Empezó hace poco?

―Anoche, pero prefiero no hablar de eso ―Se sacó la gorra. Una línea de mugre le dividía la frente en dos partes.

―¿Cuchillo o revolver? ―Insistió Toledo.

―¿Usted alguna vez mató a alguien? ―Contestó el asesino evadiendo la pregunta.

―Tal vez ―dijo Toledo como para que el otro supusiera que ocultaba algo.

―Entonces usted no sabe nada de asesinatos ¿Cómo sigue ahora?

―Depende de lo que quiera hacer ―contestó Toledo desde la puerta.

―No sé, estoy confundido.

―Les pasa a todos.

―¿Y usted que sabe?

―Usted no es el primer asesino que golpea mi puerta.

―Deben pasar muchos por aquí. La casa está en el lugar ideal. Yo vine directamente.

―¿Por qué vino a esta casa justamente?

―No sé, pero según dice usted, por aquí pasan muchos asesinos.

―Es cierto ―dijo el otro― Y algún escritor, músicos y políticos. Todos terminan pasando por aquí ―Remató con cierto orgullo.

―Bueno ¿Y por donde se van?

―Algunos agarran por allá ―dijo señalando hacia el oeste.

―¿A dónde llego por ahí?

―Yo conozco hasta unos cien kilómetros. Hasta allí no hay nada, más allá no se. Otros van hacia el norte, dicen que el clima es mejor.

―De los que pasaron ¿Volvió alguno?

―¡Que yo sepa! Si les fue bien no tienen por qué volver y si les fue mal no pueden.

―Claro ―el asesino dudaba.

―¿Yo podría quedarme por aquí?

―Puedo darle algo de vino, pero tiene que seguir.

―Sólo por un día, en cuanto amanezca me voy.

―Son las nueve de la mañana; ya amaneció.

―Bueno hace diez horas que soy un asesino y hasta ayer no imaginaba que, algún día, pudiera serlo.

―Lleva cuatro horas de retraso. Si tarda un poco más, cerrarán los pasos hasta que pase el invierno

―¿Qué opciones tengo?

―Prófugo, preso, arrepentido, orgulloso, asesino serial, con todas las combinaciones que se le ocurran. ―El criminal dudaba―. Yo no entro en ninguna de esas categorías ―dijo finalmente.

―¿Cielo o infierno? ―preguntó Toledo desde la puerta.

―¿No tendría que esperar a morir?

―No necesariamente, aunque eso es lo que cree la gente. Es bueno ir ganando tiempo.

―No se ―el tipo seguía dudando―. ¿Yo todavía estoy vivo?

―Esa es una pregunta que no puedo contestarle. ¿Quién era el muerto? ―El de la puerta se apoyó sobre el otro hombro dejando un hueco a su izquierda por el que se veía el mismo espacio vacío.

―¿El muerto? No se. Lo conocí anoche ―dijo. El asesino se puso tenso, como si recién descubriera donde estaba. Miró al de la puerta como buscando algo. Por un momento Toledo pensó que el tipo se caería.

―¿Vamos a ver el muerto? ―preguntó Toledo.

―No es lejos, me venía siguiendo, pero cayó atrás de la casa de los Miranda.―Cruzaron la laguna de la calle y saltaron un cerco de alambre tejido. Unos metros más allá había un cadáver. Toledo lo dio vuelta.

―¿Lo conoce?― Preguntó mientras le levantaba la cabeza para que le diera la luz de la mañana, el muerto  tenía los ojos entreabiertos. El asesino no contestó.

―Si, lo conozco ―dijo finalmente― Mejor nos vamos. ―El asesino parecía relajado. Cruzaron la laguna y cuando llegaron a la puerta de la casa, levantó del suelo una ramita y se la metió en la boca ―El muerto soy yo ―dijo, y escupió un pedazo de rama hacia el interior de la casa.

 

* * *

 

     Animé

A Natalia Isla

 

El viejo estaba acostado en mi cama, a su alrededor tres chicos de hasta unos doce años me miraban con los ojos grandes de los dibujos animados japoneses. El hombre resoplaba suavemente. Tenía sus ojos cerrados, pero debajo de los párpados se adivinaban los globos oculares saltones como los de los niños. Una mujer, probablemente la madre, dijo:

―Vamos a la cocina. No sea cosa que lo despertemos― Debajo de la ventana la contraluz del sol de la mañana oscurecía sus caras    ― Usted se preguntará con qué derecho nos instalamos en su casa; no esperábamos encontrar a nadie. Él es mi padre, vivió muchos años en esta casa. Como se acercaba el final, pensamos que este era el mejor lugar. ¿Qué hace usted aquí?

―Yo vivo aquí ―me defendí; pero ella pareció no oírme.

―Eso es una complicación. Los chicos querían ver la casa en la que había vivido el abuelo. Entramos por la puerta de atrás, sabíamos que estaba abierta.

El viejo volvió a toser y todos miramos hacia la puerta. Sin haber parpadeado una sola vez, el niño más pequeño fue hasta la heladera, sacó una botella de leche y la volcó en un jarro de loza amarilla.

―¿Dónde está la miel?  ―preguntó ella mientras encendía la cocina.

―¿Miel? ―Le pregunté. ―Por aquí no se consigue miel ―le dije. En la habitación del fondo el hombre volvió a toser.

―No tenían ningún derecho a entrar y a instalarse en mi dormitorio.

―La cama estaba vacía. Además, él también vivió aquí. Es usted el que no tiene que estar en esta casa hoy.

―Eso no importa. Esa es mi cama, quiero que se vayan.

―No sé si será posible. El abuelo se quedará hasta el final. Usted no tiene nada que hacer aquí.

―¿Qué final?

La mujer rebuscó en una cartera de plástico y le alcanzó un billete al niño que esperaba. ―Si no encuentran miel compren caramelos de eucalipto. ―Los niños salieron.

―El final. ―repitió ella.

El viejo volvió a toser. Ahora la tos era un gemido asmático.

―Creo que tenemos que seguir ―dijo la mujer.  ―Usted debería venir con nosotros.

―Pero ese hombre no se puede mover. Hay que llamar una ambulancia.

―No hace falta, él se recuperará cuando llegue el momento.

Los niños aparecieron con una bolsita de papel llena de caramelos. La mujer los repartió y le dijo al que parecía ser el mayor: ―Llévele al abuelo para que calme su tos. Pónganle otros debajo de la almohada.  El abuelo vivió siempre aquí ―me dijo la mujer.

―¿Siempre? ―Le pregunté. Era más baja de lo que me había parecido; apenas unos centímetros más alta que su hijo.

―No hay forma de cambiar el destino. Siguió como si hablara sola.

―Yo no creo en el destino ―dije molesto. ―Lo único que quiero es que se vayan y se lleven al viejo con ustedes.

―Mamá…   ―llamó el niño desde la habitación. Ella hizo entrar a los otros y cerró la puerta. Cuarenta minutos después salieron.

―Venga con nosotros ―me ordenó la mujer.

―¿Y mis cosas y mi casa? ―pregunté.

La mujer sacó un caramelo de eucalipto del bolsillo.

―Ya no son suyas ―dijo.

 

* * *

 

Un Día De Perros

                                                                 A Juan Carlos Regensburger

—¿Perros o perras?

—Perros, nada más.

—¡Es importante saber!

—Digamos, perros.

—Eran bravos: Un dogo de la cordillera, cazador de jabalíes.

—¿Y el otro?

—Un mestizo que habían criado los gringos del taller.

—¿Eran gringos?

—Mestizos: de padre alemán y madre criolla.

—¡Mezcla brava!

—¡Buena gente!

—Y buenos perros,

—¡Perros muy bravos! Capaces de comerse entre ellos.

—Los hicieron pelear una tarde, en un galpón, cerca de la playa.

—¿Y quién ganó?

—Siete días enteros estuvieron peleando.

—Mucha gente y  buena plata.

—Pasaron tres días y nadie se animaba a entrar al galpón. Cada vez que alguno lo intentaba; los dos animales dejaban de pelear y atacaban al que entraba. Uno de los gringos, al que le decían «el tierno» por poco deja una mano en el intento.

—¿Y cómo terminó la pelea?

—No terminó. A segundo día los perros seguían peleando. Los gringos cerraron el galpón y cuando volvieron los perros seguían con más fuerza que al principio. Cuando quisieron entrar los animales se les vinieron encima, así que decidieron esperar. Cerraron y volvieron a la otra mañana. Pero cada vez que abrían la puerta los perros parecían más feroces. Como al sexto día todo estuvo silencioso. Esperaron un día más. Cargaron el 30-30 y entraron.

—¿Y los perros? —preguntó el otro.

—¡Ni uno! Sólo encontraron algunas manchas de sangre a medio secar.

 

* * *

 

     Una Historia así nomás

 

Cuando el hombre llegó al pueblo traía una mujer. El perro que los había seguido desde el Hotel Colón estaba echado al reparo de un quiosco de diarios. Cuando la pareja llegó levantó las orejas como si los hubiera estado esperando.

Cómo era fecha de cobro, en los campamentos, se jugaba fuerte. El avión había llegado con los sueldos y las empresas pagaban bien. Todo el mundo tenía lo que buscaba. Los empleados su mensualidad, los comerciantes las cuotas al día, las putas sus comisiones y todos algunos días menos en la espera del regreso hacia alguna parte.

El hombre había bajado del colectivo con un saco de cuero negro, pantalón de gabardina, camisa cara y buenos zapatos, pero todo puesto sobre su cuerpo daba una sensación de incomodidad. La ropa no había sido hecha para ese cuerpo. Cualquiera hubiera pensado que estaba mal vestido.

Un día después el hombre había perdido todo. Sentado debajo de la lámpara con los ojos sombríos, su cabeza era tan alargada que el mentón rozaba la mesa.

Beto Moscardi había llegado dos días antes. Tenía la palidez de los que duermen de día. Sus manos terminaban en dedos finos y suaves. Manejaba un Ford Victoria del 55 que había ganado tirando dados en Comodoro y cada vez que veía el avión de los sueldos volando hacia el sur sabía que tendría trabajo.

Trabajaba una semana por mes. Luego paseaba por todos los bares tratando de no perder la sensibilidad en los dedos para cuando tuviera que jugar en serio.

Esa noche en el «California» se le había presentado la oportunidad. El tipo andaba forrado. Tomaron unas copas y  el otro le contó que había vendido la lana y volvía a su casa. Era un campo chico, así que no tenía vehículo. Moscardi le ofreció el Victoria pero el punto no quería un auto. Buscaba una camioneta. No hubo acuerdo hasta que lo invitó a jugar.

―A lo mejor le sale el coche gratis ―le dijo.

Subieron al Victoria. El hombre adelante. La mujer atrás. El perro siguió el automóvil hasta que llegaron al California. Entraron y pasaron directamente a las mesas del fondo. Adelante algunos perejiles jugaban liviano como para pasar la noche sin sobresaltos. Se sentaron y les trajeron cartas y bebidas.

Contra la pared, lejos del jugador, estaba la mujer con el perro. Ella tenía el pelo rubio mal teñido, que le caía formando ondas sobre la cara envejecida. Alisó su vestido y se aferró a la cartera marrón. El perro levantó la cabeza cómo si hubiera escuchado un llamado que sólo él pudiera oír. Jugaron toda la noche y el hombre perdió. Se jugaba fuerte en el California.

―No tengo resto ―dijo― sino capaz que me desquitaba.

―El perro parece bueno ―escuchó decir.

―No, el perro no es mío para jugarlo a los naipes.

―Píenselo; al perro se lo acepto. ¡A la mujer ni en pedo!

Moscardi sabía que esa noche podía ganar todo lo que quisiera. Si hasta podía darse el lujo de aceptar una apuesta por un perro que podía recoger de la calle y una mujer que no se llevaría  ni regalada.

―Bueno le acepto la apuesta. Pero mire como son las cosas. Si me hubiera comprado el auto ahora tendría algo. Yo me quedé con su plata. Tengo mi plata, mi auto, su mujer y su perro. Elija lo que quiera hoy estoy generoso.

―A una mano.

―¿Cartas o dados?

―Cartas.

―¿Monte o siete y medio?

―Siete y medio.

―Todo o nada.

―El perro y la mujer

―Solamente el perro.  A la mujer puede quedársela.

―El perro y la mujer o nada.

―Por quinientos pesos

―Setecientos cincuenta con mujer y todo.

―Corte.

―Un tres. Dame otra, tapada. Un as. Otra tapada. Planto.

―Bueno, a ver, negra de mi vida, otra negra, un as, un tres, un dos y al siete y medio pago.

―¿Por qué sacó de abajo?

―¿Me estás tratando de tramposo? ―En realidad Beto Moscardi no había trampeado a nadie esa noche. El tipo parecía jugar en contra de él mismo.

―Tómelo cómo quiera, el perro no se lo doy. Llévese la mujer si quiere

―A tipos como usted no necesito trampearlos. No valen un carajo. ―Moscardi manoteó el revólver. El otro no se movió. Le apuntó entre los ojos. El perdedor levantó lentamente las manos.

―Déjese de joder ―dijo― y con una velocidad que nadie esperaba apartó el revolver de su cara al mismo tiempo que el otro apretaba el gatillo. La explosión aturdió a todos. Cuando se disipó la confusión, Beto Moscardi había escapado en el Victoria. La mujer que se aferraba a la cartera marrón, tenía un agujero en el pecho.

―Me mataron de vicio ―Alcanzó a decir y los ojos se le trizaron cómo la  escarcha del mediodía.

 

* * *

 

     Breve historia de un hombre que eran dos

 

La memoria por donde se la toque duele.

G.Seferis

 

Conocí a dos hombres: uno era Carlos Amato. Era un hombre inteligente de respuestas y palabras punzantes que no intentaban complacer. Algunos pretenderán recordar que con esas palabras confrontaba, desacomodaba a su interlocutor y lo conseguía aún a costa del resentimiento del otro. El segundo era Calver Tomas, un poeta capaz de sorprender a los escritores del jurado que tuvieron la oportunidad de leerlo, cuando ganó un segundo premio latinoamericano de poesía, en el año 75. Nunca hablaba de eso, no le importaba. Si mal no recuerdo esos jurados eran Hamlet Lima Quintana, Elvio Romero entre otros. Siendo un niño había ganado un concurso de poesía organizado por el Concejo Nacional de Educación. La infancia y la literatura son los terrenos en los que aún vivo. En esos fui amigo de Calver Tomas.

Terminaban los años cincuenta y por allí, en el primer escalón de los sesenta, los conocí. No se llevaban muy bien entre ellos, pero ninguno se sacaba ventaja. Fuimos alumnos fundadores de la Obra Salesiana con el Padre Cesar V. Campo. Pasamos los sesenta entre el mar, el fútbol, el oratorio y mi casa. Pasado el tiempo de la escuela Secundaria yo comencé a irme de este lugar. Nos juntó en los setenta, la militancia política, el periodismo y la literatura que no nos abandonaría nunca.

Hace veinte años decidí marcharme y dejé de verlos por muchos años. Cuando murió mi padre, leí en un diario de Comodoro Rivadavia un poema que se llamaba «La casa de los Isla» lo había escrito Carlos Amato o Calver Tomas o los dos. Allí supe lo que habían significado aquella casa y mi padre para ellos.

En Enero, después de mucho tiempo, volví a Caleta y los encontré, el cuerpo que compartían ya estaba muy enfermo, pero seguían con su eterno cigarrillo en los labios. Me aclararon que no querían hablar del cáncer. Me invitaron a comer en su casa y charlamos de la vida y de la literatura. Carlos Amato se reía de su próxima  muerte, se mostraba duro, no quería que los demás sintieran pena por él. Calver Tomas me leyó algunos poemas y una novela que no terminaría de escribir aunque viviera cien años. Nos vimos varias veces, tomamos algún café, pero no puedo recordar qué día fue la última vez.

Una de esas tardes Magdalena Brevi me dio una foto del tercer año del 63 del Colegio Don Bosco. Estaban todos: Sileroni, Lazo, Bravo, Leiva, Los curas Campo y Bertini, Cerezo, Carlos Flores, Borquez, Moreno y alguno cuyo nombre se me escapa. En esa fotografía ya no estaban ni Calver Tomas ni Carlos Amato. Habían faltado ese día o Carlos Amato, chúcaro y resistente, no había querido fotografiarse, vaya a saber.

Hoy me dijeron que habían muerto el 5 de mayo. Ese era el día del cumpleaños de mi padre. Ese día habían muerto Calver Tomas el poeta y Carlos Amato el que conocían todos. Del primero quedan algunos poemas que nunca editó y una novela inconclusa. Del otro la anécdota  en la eterna mesa redonda del bar, el recuerdo fugaz y el inevitable olvido.

A esta altura de mi vida (como decía Borges) «descreo de premios y castigos». Cada uno vive y muere como puede; yo prefiero recordarlos así, convencido de que Calver Tomas vivirá mucho tiempo más.

 

* * *